Antonio Galarza·Sábado, 14 de mayo de 2016
Nací en un hogar humilde, hijo de una empleada doméstica (o
sirvienta, como le decían realmente a mi vieja) y un empleado
administrativo. El menor de siete hermanos. Durante los noventa (y
antes y después, pero especialmente en los noventa) nos cagamos de
hambre, siempre juntando el mango para nunca llegar a fin de mes. Vi
a mi viejo un par de veces desocupado, la primera en pleno contexto
menemista, después del corralito de Erman González. Durante ese
tiempo sin trabajo, había adoptado la costumbre de salir a la noche
a caminar con mi mamá. Con el tiempo me di cuenta que “caminar”
significaba ir a algunas panaderías a buscar algo de lo que había
sobrado del día -las cortezas del pan de miga, por ejemplo- para
darle de comer a sus hijos...
A los 15 años tuve mi primer trabajo de temporada: en negro por
supuesto, armando quemadores de calefón desde las siete de la mañana
hasta las dos de la tarde, de lunes a sábado. También fui
repartidor en una verdulería. Como era de esperar, allá por 1999 la
cosa no daba para más y antes de terminar el industrial me tuve que
poner a laburar de forma permanente en una fábrica. Terminé el
colegio trabajando a la tarde-noche y con el sueldo pude pagar el
último año de cuotas, que con lo que cobraba mi viejo ya era
imposible de sostener y debíamos muchos meses. Seguí laburando en
la fábrica dos años más (y en mis “ratos libres” me clavaba
ocho o diez horitas trabajando de cocinero) hasta que en agosto de
2001 me rajaron de todos lados. No tenía guita para pagarme un
pasaje a España, ni ciudadanía. Para mí, como para muchos, no
había una Europa adonde escapar.
Como siempre había sido buen estudiante, con 21 años y perspectiva
de nada, en el 2002 empecé el profesorado en historia en la
Universidad pública. Al mes de empezar, sin un mango, lo
rajaron a mi viejo del laburo, sin pagarle nada. Nos volvimos a cagar
de hambre, literal, aunque ya estábamos todos grandes y no
hacían falta “caminatas”. El primer año lo sorteé gracias a
vender la guitarra y apuntes prestados, y algún que otro laburito
que duró poco y nada. Ya en segundo, conseguí un plan “barrios
bonaerenses” que me ayudó a pagar apuntes hasta que saqué beca de
ayuda económica en la facultad. También volví a trabajar en
gastronomía en las temporadas de verano... Con esfuerzo, tras largas noches de estudio
metido en la cama para no gastar gas, tirando todo el día en la
facultad a fuerza de mate y galletitas, siempre en bici pese al frío
marplatense, me recibí en 2007 de profesor en historia, con diploma
de graduado sobresaliente. Gracias a las buenas notas que siempre
tuve accedí a becas, de la Universidad primero y de CONICET después.
Me recibí de licenciado y de doctor en historia. Me dediqué de
lleno a la investigación, algo que ni siquiera imaginaba cuando
empecé a estudiar. Gané un concurso como ayudante en la misma
Universidad donde estudié, en la que ahora doy clases, y soy
investigador de CONICET. Hoy soy un privilegiado porque laburo de lo
que me gusta y puedo vivir de eso.
Según el lente con el que mires mi historia, puedo ser un claro
ejemplo de MERITOCRACIA. Al menos según la ideología que nos
quieren vender hoy desde los medios masivos y desde el gobierno: salí
de pobre gracias al esfuerzo personal, pese a todas las dificultades,
lo que se dice un auténtico SELF-MADE-MAN...
Pero no. Como muchos, le metí esfuerzo, sudor y lágrimas, sí.
Pero sin el ESTADO, sin la ayuda de políticas concretas -becas de
ayuda económica, becas de investigación, educación PÚBLICA-
hoy seguiría cortando chapas o preparando comidas en algún
restorán, trabajos dignos si los hay, por supuesto. Pero las
políticas de educación pública y gratuita, las ayudas económicas
para estudiar, el apoyo al sistema científico, me dieron la
oportunidad que jamás hubiera tenido por haber nacido pobre. El
esfuerzo tiene que estar, sí, pero cuando te tocó perder de
entrada, como fue el caso de mi familia, si el Estado no te ayuda,
olvídate: el esfuerzo, con suerte, te sirve para subsistir, mal,
como a mi abuelo o a mis viejos. SIN LA UNIVERSIDAD PÚBLICA (y la
Educación pública en general) es imposible. Por más esfuerzo
que le hubiese metido, nunca hubiera podido estudiar en una
Universidad arancelada o con ingreso restrictivo que significaba
tener que pagarme un apoyo y no poder trabajar.
No nos comamos “el
chamuyo de la meritocracia”, ni el de que la gente tiene que
recuperar la cultura del sacrificio o que a la universidad no se va a
hacer política. No tenemos que recuperar nada porque nunca lo
perdimos, y la política forma parte de la educación y de nuestras
vidas. Lo que ese discurso persigue en realidad es legitimar el
desfinanciamiento de la educación pública, porque la consideran un
gasto y no una inversión: que nadie se queje, que nadie haga un paro
o una marcha.
Lo único que tiene que hacer el gobierno es aumentar el
presupuesto educativo, para que más pibes -como yo en su momento-
tengan la oportunidad de estudiar. Y que se metan la meritocracia
en el culo, no la necesitamos.
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