lunes, 9 de mayo de 2016

La estrecha autopista de la felicidad

Los signos de deterioro de la cuestión social son evidentes desde el temprano anuncio de devaluación posterior al balotaje y como resultado directo de las políticas económicas del gobierno de Macri.
El aumento de la indigencia y la pobreza en más de 2.500 y 7.000 personas por día, respectivamente, son indicadores concretos de una situación que estremece. El gobierno pretende diluir el costo político de esos efectos previsibles cargándolos a la cuenta del gobierno anterior, sosteniendo que implementó medidas inevitables que se habían postergado largamente y que terminaron configurando una “pesada herencia” legada por el kirchnerismo. Lo cierto es que, desde diciembre, se asiste a un cambio de rumbo económico y no a una forma de hacer mejor o peor lo mismo como pretenden los voceros gubernamentales.
En efecto, al final del segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner se había acumulado una serie de desequilibrios cuyo origen se remonta a la escasez de dólares que comenzó a evidenciarse a fines de 2011. Pero el complejo desafío de la superar esos desequilibrios, lejos de exigir transitar por el camino actual, demandaba intervenciones y políticas bien distintas que ponían sobre el tapete la cuestión de la agregación de valor a la producción primaria, la capacidad de financiamiento y una estrategia de utilización de recursos que mejorase las condiciones de repago, el desarrollo científico y tecnológico y sus usos productivos y sociales, la ampliación de mejoras de infraestructura, la asimilación de los patrones de un expandido consumo a los parámetros de una estrategia de desarrollo, etcétera. Aquel era un rumbo que procuraba pensar una economía ancha en la que cupiera la mayor parte de la sociedad y empujara el desarrollo nacional. Es cierto que hubo déficits de implementación, aciertos y desaciertos, pero los objetivos perseguidos por el gobierno anterior eran muy distintos de estos otros que hoy guían la política económica y el modelo de sociedad proyectado por el gobierno de Macri.
Sería saludable para el sistema político y para la sociedad en su conjunto que se asumiera esa diferencia central. No enaltece a la ciudadanía una discusión sostenida sobre ardides argumentales que procuran licuar las responsabilidades por las acciones que se ejecutan y por las ideas que las sustentan. Está muy bien que el elenco de gobierno crea en las ideas del neoliberalismo y en la virtud de las políticas de concentración de renta, y, si se quiere, también, en los nunca empíricamente probados efectos de derrame futuro. Nada puede objetarse tampoco a que una parte importante de la sociedad acompañe esa posición. Lo que no es aceptable es el travestismo de ocultar el peso de esa concepción ideológica detrás de un hacer que pretende encontrar justificación en las dificultades y hasta en los errores de quienes persiguen otros rumbos, otros objetivos y otras ideas.
Si se toman de manera sistemática medidas que concentran la renta e inmediatamente se dice “no es verdad que gobernamos para los ricos” (Rogelio Frigerio, 6/5/2016) o se afirma que tales medidas son el resultado inevitable al que fuerza la “pesada herencia”, se enloda la verdad que se dice defender y el resultado inequívoco es una mayor confusión en la que todos terminan “revolcaos en un merengue” como en “Cambalache”.
A lo largo de la historia argentina confrontaron distintas maneras de concebir la organización social y las bases económicas capaces de darle sustento material a esas visiones. Pero, desde hace un tiempo, con gran incidencia de los medios hegemónicos, se contribuye poco a esclarecer esos contrapuntos y a ofrecerle a la ciudadanía recursos para discernir. La corrupción ahora, como la inseguridad en su momento (ahora ni se habla de eso), se usa como un estilete para desprestigiar y para ocultar las verdaderas razones del encono que profesan los sectores dominantes contra todo intento de usar la política y el Estado como palancas para ensanchar la ciudadanía, construir derechos y nivelar desigualdades ancestrales. Lo que está en juego es, precisamente, lo que se oculta detrás de esa conjura mediática. Pensar la igualdad e intentar construir un orden más justo exige redistribuir la riqueza para dotar a los que parten de situaciones desventajosas de elementos para poder jugar el juego de ser ciudadanos. Por el contrario, la igualdad abstracta que pregonan los defensores del mercado, sin la ortopedia que solo la política y las instituciones le pueden proveer, condena a millones a la exclusión y a la expectación atroz de la opulencia de unos pocos.
El filósofo francés Roland Barthes solía apelar a una historia que ilustraba la relación de las palabras y las intenciones. Contaba de un grupo de mendigos desorientados que decidió seguir a un mercader para llegar a la ciudad de Timgad. Le preguntaron cuánto faltaba y el mercader contestó “cuatro días de marcha”. Lo siguieron. Un par de días después, ya exhaustos, volvieron a preguntarle a cuánto estaban de Timgad y el mercader respondió “a no menos de seis días”. Perplejos, los mendigos lo increparon frente a lo que consideraban un engaño, y el mercader simplemente contestó: “Timgad nunca fue mi rumbo”.
Es cierto que hace falta diálogo, pero uno que sea capaz de representar las auténticas vertientes del pensamiento político despojadas de los disfraces de conveniencia que cosen los expertos de opinión pública. Un diálogo que exprese lo abismal de las diferencias existentes y que haga sentido en lo profundo de la historia en la que se tramaron los conflictos del presente. Entre el kirchnerismo y el conjunto del campo popular y este gobierno, las diferencias no se reducen al tipo de cambio, al nivel de inflación y a ningún aspecto de la gestión. Se trata de modos diametralmente opuestos de pararse frente a la existencia social, de ver el mundo, de entender lo justo y lo injusto, de valorar y sentir lo bello y lo bueno. Son universos de afectos escindidos. El diálogo que hace falta es el que pueda dar lugar a esa cisura reconociendo la legitimidad y la historicidad de su existencia.

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