Los
signos de deterioro de la cuestión social son evidentes desde el
temprano anuncio de devaluación posterior al balotaje y como
resultado directo de las políticas económicas del gobierno de
Macri.
El
aumento de la indigencia y la pobreza en más de 2.500 y 7.000
personas por día, respectivamente, son indicadores concretos de una
situación que estremece. El gobierno pretende diluir el costo
político de esos efectos previsibles cargándolos a la cuenta del
gobierno anterior, sosteniendo que implementó medidas inevitables
que se habían postergado largamente y que terminaron configurando
una “pesada herencia” legada por el kirchnerismo. Lo cierto es
que, desde diciembre, se asiste a un cambio de rumbo económico y no
a una forma de hacer mejor o peor lo mismo como pretenden los voceros
gubernamentales.
En
efecto, al final del segundo mandato de Cristina Fernández de
Kirchner se había acumulado una serie de desequilibrios cuyo origen
se remonta a la escasez de dólares que comenzó a evidenciarse a
fines de 2011. Pero el complejo desafío de la superar esos
desequilibrios, lejos de exigir transitar por el camino actual,
demandaba intervenciones y políticas bien distintas que ponían
sobre el tapete la cuestión de la agregación de valor a la
producción primaria, la capacidad de financiamiento y una estrategia
de utilización de recursos que mejorase las condiciones de repago,
el desarrollo científico y tecnológico y sus usos productivos y
sociales, la ampliación de mejoras de infraestructura, la
asimilación de los patrones de un expandido consumo a los parámetros
de una estrategia de desarrollo, etcétera. Aquel era un rumbo
que procuraba pensar una economía ancha en la que cupiera la mayor
parte de la sociedad y empujara el desarrollo nacional. Es cierto que
hubo déficits de implementación, aciertos y desaciertos, pero los
objetivos perseguidos por el gobierno anterior eran muy distintos de
estos otros que hoy guían la política económica y el modelo de
sociedad proyectado por el gobierno de Macri.
Sería
saludable para el sistema político y para la sociedad en su conjunto
que se asumiera esa diferencia central. No enaltece a la
ciudadanía una discusión sostenida sobre ardides argumentales que
procuran licuar las responsabilidades por las acciones que se
ejecutan y por las ideas que las sustentan. Está muy bien que
el elenco de gobierno crea en las ideas del neoliberalismo y en la
virtud de las políticas de concentración de renta, y, si se quiere,
también, en los nunca empíricamente probados efectos de derrame
futuro. Nada puede objetarse tampoco a que una parte importante
de la sociedad acompañe esa posición. Lo que no es aceptable es
el travestismo de ocultar el peso de esa concepción ideológica
detrás de un hacer que pretende encontrar justificación en las
dificultades y hasta en los errores de quienes persiguen otros
rumbos, otros objetivos y otras ideas.
Si
se toman de manera sistemática medidas que concentran la renta e
inmediatamente se dice “no es verdad que gobernamos para los ricos”
(Rogelio Frigerio, 6/5/2016) o se afirma que tales medidas
son el resultado inevitable al que fuerza la “pesada herencia”,
se enloda la verdad que se dice defender y el resultado inequívoco
es una mayor confusión en la que todos terminan “revolcaos en
un merengue” como en “Cambalache”.
A lo
largo de la historia argentina confrontaron distintas maneras de
concebir la organización social y las bases económicas capaces de
darle sustento material a esas visiones. Pero, desde hace un tiempo,
con gran incidencia de los medios hegemónicos, se contribuye poco a
esclarecer esos contrapuntos y a ofrecerle a la ciudadanía recursos
para discernir. La corrupción ahora, como la inseguridad en su
momento (ahora ni se habla de eso), se usa como un estilete para
desprestigiar y para ocultar las verdaderas razones del encono que
profesan los sectores dominantes contra todo intento de usar la
política y el Estado como palancas para ensanchar la ciudadanía,
construir derechos y nivelar desigualdades ancestrales. Lo que
está en juego es, precisamente, lo que se oculta detrás de esa
conjura mediática. Pensar la igualdad e intentar construir un
orden más justo exige redistribuir la riqueza para dotar a los que
parten de situaciones desventajosas de elementos para poder jugar el
juego de ser ciudadanos. Por el contrario, la igualdad abstracta
que pregonan los defensores del mercado, sin la ortopedia que solo
la política y las instituciones le pueden proveer, condena a
millones a la exclusión y a la expectación atroz de la opulencia de
unos pocos.
El
filósofo francés Roland Barthes solía apelar a una historia que
ilustraba la relación de las palabras y las intenciones. Contaba de
un grupo de mendigos desorientados que decidió seguir a un mercader
para llegar a la ciudad de Timgad. Le preguntaron cuánto faltaba y
el mercader contestó “cuatro días de marcha”. Lo siguieron. Un
par de días después, ya exhaustos, volvieron a preguntarle a cuánto
estaban de Timgad y el mercader respondió “a no menos de seis
días”. Perplejos, los mendigos lo increparon frente a lo que
consideraban un engaño, y el mercader simplemente contestó: “Timgad
nunca fue mi rumbo”.
Es
cierto que hace falta diálogo, pero uno que sea capaz de representar
las auténticas vertientes del pensamiento político despojadas de
los disfraces de conveniencia que cosen los expertos de opinión
pública. Un diálogo que exprese lo abismal de las diferencias
existentes y que haga sentido en lo profundo de la historia en la que
se tramaron los conflictos del presente. Entre el kirchnerismo y el
conjunto del campo popular y este gobierno, las diferencias no se
reducen al tipo de cambio, al nivel de inflación y a ningún aspecto
de la gestión. Se trata de modos diametralmente opuestos de pararse
frente a la existencia social, de ver el mundo, de entender lo justo
y lo injusto, de valorar y sentir lo bello y lo bueno. Son universos
de afectos escindidos. El diálogo que hace falta es el que pueda
dar lugar a esa cisura reconociendo la legitimidad y la historicidad
de su existencia.
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