domingo, 19 de junio de 2016

(López y Cia.) Que no decaiga

Por Víctor Heredia | 16 de junio de 2016
Es inevitable que cada uno de nosotros lo vea como una afrenta personal en la medida de nuestro esfuerzo militante, de nuestra dedicación, del homenaje íntimo que hacemos cada día por los caídos, por los torturados, por los justos. Afrenta, es la palabra.
Sea como sea, termine como termine esta historia porque, como bien dice Gabriela Cerruti, ninguna conspiración ni operación de inteligencia podría inventarnos a ninguno de nosotros, militantes de la cultura, militantes populares, militantes sinceros, algo semejante.
¿Entonces cabe cuestionarse la inocencia? ¿Cabe cuestionarse la esperanza? ¿Hay que aceptar, como algunos sugieren, que las grietas infectadas de los movimientos populares y sus vasos comunicantes con el capitalismo son parte del peaje al sueño colectivo de un mundo mejor?
Desearía que no fuera así, porque entonces debo asumir que malgasté mi vida en pos de un sueño equivocado. Pero sí debiéramos cuestionar la condescendencia, esa que todos intuimos nos iba a llevar al desastre político en el que ahora estamos enterrados, como lo están quienes se inmolaron por un proyecto maravilloso que no supimos proteger como es debido. La pregunta que debemos hacernos es ¿por qué aceptamos semejantes actitudes de dirigentes de dudosa calaña o que, en todo caso, ponían en duda con su crecimiento patrimonial las profundas razones que nos transformaron en el movimiento popular más importante en los últimos años de la Argentina?¿Nadie se dio cuenta? ¿Nadie lo notó? ¿Qué suponíamos? ¿Que el neoliberalismo es estúpido? ¿Que nos iban a permitir exhibir nuestros errores sin utilizarlos en nuestra contra?
La tristeza no tiene fin frente a este injusto triunfo de los verdaderos ladrones, de los verdaderos corruptos. Nada es más doloroso que escuchar y ver pavonearse al mafioso hablando de ética, de moral y de justicia. Esos son temas nuestros, son nuestro catecismo cotidiano, nuestra columna vertebral y la razón de nuestras vidas, nuestra verdad. Pues bien, se los acabamos de regalar por nuestra incapacidad de apartar a nuestros falsos profetas, a nuestros falsos representantes políticos. La ética revolucionaria exige cuánto menos ese valor de quienes portamos el rimbombante título de militantes. No sirve ahora decir: yo lo sabía, yo lo intuía, me imaginaba pero no tuve la fuerza para denunciarlo. El puñal que nos hiere está construido con nuestras debilidades, tiene el veneno de nuestras pústulas, es un arma dañina que dejará secuelas terribles en nosotros. Está claro que no somos López ni Báez, ni Schoklender. Pero me pregunto si no los vimos venir. Recuerdo charlas, sugerencias, quejas de compañeros intachables sobre ciertas anuencias, nuestra respetuosa pero censurable condescendencia.
Justamente por ello somos culpables, por creer que lo magnífico del proyecto podía tapar los agujeros, que el devenir de nuestro triunfo social generaba en ciertas conductas.
El sistema capitalista es cruel, en toda su podrida dimensión. Cruel hasta el paroxismo, pero nunca lo es tanto como cuando usufructúa logros y derechos para utilizarlos contra sus generadores, sus constructores; la democracia, el inalienable derecho a la diversidad, la libertad de expresión, al trabajo, a la igualdad social.
¿Todo movimiento popular es falible? No lo sé. Pero sí lo son sus dirigentes cuando no tienen que rendir cuentas de su proceder hacia adentro. Sí lo son sus integrantes cuando no denuncian, cuando aceptan, cuando niegan, cuando ignoran.
Debemos reflexionar no sólo en el cómo, sino también con quienes, para no hundir definitivamente el Arca de Noé que construimos con tanto ahínco y todavía se sostiene a flote a pesar de este cañonazo impúdico. Quiero decir que en el futuro y, aunque todo se aleje y parezca imposible, debemos trabajar por una fuerza política que aborrezca de los débiles y los camanduleros, que señale sus errores cuando los haya, que sea capaz de sostener a dirigentes honestos, auténticos. De otra manera seremos los enterradores de un tesoro fabuloso, uno que nuestro pueblo apenas alcanzó a vislumbrar y cuyos brillos se están llevando los verdaderos criminales, los que ahora se autoproclaman justicieros.

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