Por
Víctor Heredia
¿Suponían
que la íbamos a dejar sola? ¿Que nos habían sobornado con sus
mentiras y su increíble discurso sobre nuestro “pasado irreal”?
¿No se dieron cuenta que la memoria es inapelable?
¡Hay
que encerrar a las madres! Quizá piensen, como en el relato de
aquella película del robot invencible que viaja en el tiempo para
asesinar el vientre que dará a luz al niño que, ya hombre, luchará
contra el odio y la decadencia del mundo, que esa es la solución de
todas sus penurias. Así mancillarán el símbolo, lo desaparecerán
de la conciencia colectiva, de la creencia popular que saluda a
treinta mil cuando “apenas” fueron ocho mil novecientos, según
sus oscuros contadores.
¡Hay
que enjaular a esas viejas decrépitas que alumbran con su luz la
oscuridad que necesitamos para nuestro plan renovador!, deben pensar.
¿Que
los derechos adquiridos son inapelables?
¿Que
la vida y su permanente flor son inapelables?
Lo
son tanto como sus jardineros, los que velan desde su eterno y
revolucionario cielo nuestros pasos, los que guían con su ejemplo,
los que señalan tozudamente el camino del futuro.
Hebe
es una mujer crédula, necesitada de amor por sus pérdidas, por su
tragedia. Imperfecta como lo fue mi madre y todas nuestras madres,
pero tan auténtica y valiente que abruma. Certera y dura, tanto como
su lengua aguda, tierna y sabia. Pero justa, absolutamente justa.
Hebe
me hace acordar a esas flores que crecen en el campo en medio de
toscas espinas de cardo, azules como el cielo, como la libertad que
junto con ella quieren encarcelar.
¿Fueron
a buscar con la policía a esa mujer que se negó a recibir la dádiva
de una compensación monetaria por el asesinato de sus hijos? ¿A sus
casi noventa años? No, son más astutos que eso; fueron a buscar
nuestro miedo, nuestro silencio, nuestra traición.
No
van a encontrar nada de eso; solamente amor, convicciones y memoria.
Una
memoria inapelable y empecinada en recordarnos la libertad y los
derechos que supimos conseguir a cada vuelta de ronda.
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