Por Víctor Heredia | 16 de
junio de 2016
Es inevitable que cada uno de
nosotros lo vea como una afrenta personal en la medida de nuestro
esfuerzo militante, de nuestra dedicación, del homenaje íntimo que
hacemos cada día por los caídos, por los torturados, por los
justos.
Afrenta, es la palabra.
Sea
como sea, termine como termine esta historia porque, como bien dice
Gabriela Cerruti, ninguna
conspiración ni operación de inteligencia podría inventarnos a
ninguno de nosotros, militantes de la cultura, militantes populares,
militantes sinceros, algo semejante.
¿Entonces cabe cuestionarse la
inocencia? ¿Cabe cuestionarse la esperanza? ¿Hay que aceptar,
como algunos sugieren, que
las grietas infectadas de los movimientos populares y sus vasos
comunicantes con el capitalismo son parte del peaje al sueño
colectivo de un mundo mejor?
Desearía
que no fuera así, porque entonces debo asumir que malgasté mi vida
en pos de un sueño equivocado. Pero sí
debiéramos cuestionar la condescendencia, esa que todos intuimos nos
iba a llevar al desastre político en el que ahora estamos
enterrados, como lo están quienes se inmolaron por un proyecto
maravilloso que no supimos proteger como es debido.
La pregunta que debemos hacernos es ¿por qué aceptamos semejantes
actitudes de dirigentes de dudosa calaña o que, en todo caso, ponían
en duda con su crecimiento patrimonial las profundas razones que nos
transformaron en el movimiento popular más importante en los últimos
años de la Argentina?¿Nadie se dio cuenta? ¿Nadie lo notó? ¿Qué
suponíamos? ¿Que el neoliberalismo es estúpido? ¿Que nos iban a
permitir exhibir nuestros errores sin utilizarlos en nuestra contra?
La tristeza no tiene fin frente a
este injusto triunfo de los verdaderos ladrones, de los verdaderos
corruptos. Nada es más doloroso que escuchar y ver pavonearse al
mafioso hablando de ética, de moral y de justicia.
Esos son temas
nuestros, son nuestro catecismo cotidiano, nuestra columna vertebral
y la razón de nuestras vidas, nuestra verdad.
Pues bien, se los acabamos de regalar por nuestra incapacidad de
apartar a nuestros falsos profetas, a nuestros falsos representantes
políticos. La ética revolucionaria exige cuánto menos ese valor de
quienes portamos el rimbombante título de militantes. No sirve ahora
decir: yo lo sabía, yo lo intuía, me imaginaba pero no tuve la
fuerza para denunciarlo. El
puñal que nos hiere está construido con nuestras debilidades, tiene
el veneno de nuestras pústulas, es un arma dañina que dejará
secuelas terribles en nosotros. Está claro que no somos López ni
Báez, ni Schoklender. Pero me pregunto si no los vimos venir.
Recuerdo charlas, sugerencias, quejas de compañeros intachables
sobre ciertas anuencias, nuestra respetuosa pero censurable
condescendencia.
Justamente por ello somos culpables,
por creer que lo magnífico del proyecto podía tapar los agujeros,
que el devenir de nuestro triunfo social generaba en ciertas
conductas.
El sistema capitalista es cruel,
en toda su podrida dimensión. Cruel hasta el paroxismo, pero nunca
lo es tanto como cuando usufructúa logros y derechos para
utilizarlos contra sus generadores, sus constructores; la democracia,
el inalienable derecho a la diversidad, la libertad de expresión, al
trabajo, a la igualdad social.
¿Todo
movimiento popular es falible? No lo sé. Pero
sí lo son sus dirigentes cuando no tienen que rendir cuentas de su
proceder hacia adentro. Sí lo son sus integrantes cuando no
denuncian, cuando aceptan, cuando niegan, cuando ignoran.
Debemos
reflexionar no sólo
en el cómo, sino también con quienes, para no hundir
definitivamente el Arca de Noé que construimos con tanto ahínco y
todavía se sostiene a flote a pesar de este cañonazo impúdico.
Quiero decir que en el futuro y, aunque todo se aleje y parezca
imposible, debemos
trabajar por una fuerza política que aborrezca de los débiles y los
camanduleros, que señale sus errores cuando los haya, que sea capaz
de sostener a dirigentes honestos, auténticos.
De otra manera seremos los enterradores de un tesoro fabuloso,
uno que nuestro pueblo apenas alcanzó a vislumbrar y cuyos brillos
se están llevando los verdaderos criminales, los que ahora se
autoproclaman justicieros.
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