Se
vive un clima peligroso en la Argentina. Hay una suerte de
resurgimiento de los peores fantasmas históricos de la democracia
que vuelven a recorrer el presente. No es una excepción nuestro
país. Desde hace años el
mundo atraviesa una crisis de sustentabilidad de un modelo de
acumulación que cruje por varios frentes diferentes
y genera síntomas evidentes de hastío, de desesperación y de
violencia. Los indignados,
los migrantes y las innumerables guerras y expresiones espasmódicas
de terror, cada vez más frecuentes, son indicadores, bien distintos
por cierto, que acuden a dar cuenta de lo que no cierra en el modelo
civilizatorio global.
Durante
más de una década,
buena parte de América latina se mantuvo preservada de esas guisas
epocales como fruto combinado de una desatención de los poderes
mundiales que hacían foco en otras regiones del mundo y de gobiernos
que centraban sus objetivos a contrapelo del modelo mundial de
exclusión. Esas
circunstancias cambiaron drásticamente.
No
se trata sólo del cambio de gobierno. Lo
que se puso en marcha con el triunfo electoral de Cambiemos es una
doble transición estructural que
comenzó a acontecer sin que nos diéramos cuenta debidamente.
Por un lado, una
redefinición del régimen político democrático hacia formas
restringidas de la expresión popular, una domesticación de la
participación y la enajenación del poder como
sustancia sociohistórica susceptible de ser disputada en democracia.
Por el otro, una
reconfiguración del régimen social de acumulación que procura
cortar de cuajo con los intentos populares de redistribución de
ingresos y riqueza, restablecer los dispositivos de apropiación de
rentas que se ajustan a los intereses y necesidades del gran capital
y autonomizar la economía como esfera inalcanzable por las disputas
políticas. Son dos
movimientos paralelos que se invocan pero que deben ser diferenciados
para comprender cabalmente la magnitud del desafío que enfrentamos.
En
el fondo, ambos vectores apuntan a una reformulación de la
ciudadanía como institución política, económica, social y
cultural y convergen en una apropiación masiva del Estado que es
puesto en disposición de este doble movimiento. No se trata sólo de
que antes el Estado redistribuía o lo intentaba y de que ahora
delega funciones en el mercado, ni de la vieja disquisición del
Estado como arena del conflicto social. El
aparato estatal ha sido cooptado por el poder económico y puesto
activamente a operar en la dirección de instaurar una ingeniería
institucional, legal, política y cultural que pretende consagrar
definitivamente un orden social inalterable por la democracia.
Hace
un par de años, el teórico británico Barry Buzan decía que
“estamos viendo bastante capitalismo no asociado a la democracia en
el mundo. Creo –decía–que es una característica de esta década
y de las décadas por venir. Históricamente
el capitalismo nunca fue pensado para adaptarse a la democracia, el
peso y la influencia relativa de los Estados capitalistas
autoritarios está en aumento. La competencia pacífica entre las
distintas versiones del capitalismo mostrará pronto si un modo de
política económica es superior a otro”.
Mas allá, o antes, de cualquier cuestión valorativa, esa
descripción general requiere ser bajada al plano de las decisiones
políticas. No es el resultado de un proceso natural inevitable, sino
la construcción histórica concreta a la que coadyuva el conjunto de
las decisiones que adoptan quienes gobiernan el mundo. Como bien
sostiene Noam Chomsky “No
podemos obtener una comprensión realista de quién gobierna el mundo
sin tener en cuenta los “amos de la humanidad “, como Adam Smith
los llamó en su día, y a la “vil máxima” a la que se dedican:
“Todo para nosotros y nada para los demás”, una doctrina
conocida de otra manera como la guerra de clases amarga e incesante”.
Ese minúsculo puñado de “amos de la humanidad”ha
reducido a la democracia a un conjunto de procedimientos huecos y
maleables en una carrera incesante hacia la forma mas competitiva de
capitalismo, la que
asegure de manera más cabal y global la consecución plena de
aquella máxima.
Los
gobiernos populares y cualquier forma de heterodoxia en esa carrera,
son vistos como obstáculos a ser removidos a como de lugar.
El
modelo de ciudadanía que le es funcional es uno que se reduce al
consumo como práctica y como ethos social y que agota su horizonte
político en el ritual de la votación y en la contemplación del
espectáculo mediático digitado. La doble transición requiere un
Estado híper presente en la reconfiguración de la economía, de la
democracia y de la ciudadanía. De ahí las intervenciones masivas
que no distinguen los limites republicanos y validan todo exabrupto
en una lógica finalista o teleológica.
La
anomalía latinoamericana que consistió en la existencia de
gobiernos populares no alineados estrictamente con el poder real del
mundo global se ha comenzado a “normalizar” con embestidas
judiciales en Brasil y con el auxilio electoral en la Argentina, de
un modo radical, en una doble transición que pretende cancelar
definitivamente toda posibilidad de discusión política del poder,
construcción de derechos y expansión de la democracia.
Un día como hoy, 26 de junio, de hace 76 años, Winston Churchill le
escribió a su ministro de Información: “Debería
pedirse a la radio y a la prensa que se ocupen de los ataques aéreos
con serenidad, rebajando el tono del interés público. Todo el mundo
debería aprender a tomarse los ataques aéreos y las alarmas como si
no fueran más que tempestades de truenos. Le ruego que procure
recalcar esto cuando hable con los responsables de la prensa y los
persuada para que cooperen”.
Siete décadas después ya
no hace falta persuadir a los medios concentrados para que inventen
tormentas o las disimulen. Sería bueno, y hasta imprescindible, que
las ciudadanías, en ejercicio de los derechos conquistados y en
homenaje a los que faltan, comenzaran a distinguir las tormentas
reales de las creadas por los intereses de los “amos de la
humanidad”.-
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