28
DE OCTUBRE DE 2017 - Por Sandra Russo -
Hay
un escrito breve de Marguerite Duras, bastante conocido, que en
los últimos años leí muchas veces, pero que recién ahora se me
abrió. Pasan esas cosas con la lectura y la escritura. Hay gente
capaz de sumar en lo que escribe capas y capas de sentido que se
superponen coreográficamente, sin que una pizca de una capa
contradiga ni desdiga a las otras. Hablo en este caso de “La
muerte de una mosca común”.
En
ese texto, Duras evoca el recuerdo de algo vivido intensamente, pero
que nunca había estado en primer plano: muchos años atrás, en su
estudio de campo, esperando a una directora de cine, se quedó
mirando la muerte de una mosca. Advirtió en el silencio roto que el
zumbido provenía de la ventana, donde la mosca había quedado
atrapada entre el vidrio y una pared. Agonizaba. La escritora cuenta
que se sentó en el piso de esa despensa convertida en estudio para
observar con toda su atención los últimos momentos de la vida de
una mosca común, esa “reina, negra y azul”.
Describe
cómo la vida la iba abandonando y cómo la mosca la aceptaba. Con
mansedumbre. Y sin embargo, después de quince minutos de
movimientos leves y agitaciones milimétricas, cuando por fin ella
creyó que la mosca había muerto, la vio emerger de su quietud y
regresar a la vida, intentar aletear, recomponerse, y vio cómo luego
sí la muerte entró del todo en ella y la invadió, y la mosca quedó
inerte, inmóvil, presente todavía pero ausente en el estado de la
vida. Duras dice que en ese instante miró el reloj: eran las
tres y veinte de la tarde.
Posiblemente
sea esa reina negra y azul la única mosca del mundo de la que se
conoce la hora exacta de su muerte. Como otros insectos o animales
de rango inferior, sus nacimientos y sus muertes nos pasan
completamente inadvertidas. Es ése el tema dominante en el texto,
pero hoy asomó por primera vez la idea de aquellos que son
asesinados como moscas. Recién hoy la mosca fue la
extraordinaria excusa que usó Duras para deslizar, en un párrafo
casi aislado del texto, lo que pensó esa tarde, viendo a la mosca
muerta: “Pensé en los judíos. Odié a Alemania como durante los
primeros días de la guerra, con todo mi cuerpo, con todas mis
fuerzas”.
Dice
que aquella tarde se sintió un poco loca, pero que lo aceptó. “Está
bien que el escribir lleve a esto, a aquella mosca agónica, quiero
decir: escribir el espanto de escribir. La hora exacta de la muerte,
consignada, la hacía ya inaccesible. Le daba una importancia de
orden general, digamos un lugar concreto en el mapa general de la
vida sobre la tierra”.
Imagino
a esa mujer sentada sola en el piso de su estudio en el campo mirando
atentamente la agonía de la mosca, y me estremecen los pensamientos
que llenaron su mente. No era un estado intelectual. Era un trance
sensible que le revivió el odio por aquellos que habían arrancado
vidas por millones o por goteo. Ella misma sigue murmurando en el
texto, y llega a hablar “de todas las guerras de la Tierra”.
Todas las vidas de moscas cegadas por intereses que nadie confiesa
ni sabe, por las que nadie paga, las que no salen en los diarios, las
que se olvidan, las que se disfrazan, las que abandonan cuerpos que
luego aparecen sin ellas, sin sus vidas, sin sus propias vidas, de
las que son dueños.
Haber
fechado, registrado el horario de la muerte de una mosca común fue
un homenaje a todos los NN de la historia. A todos los niños,
mujeres, hombres, ancianos, jóvenes que cada día y desde siempre
son acribillados cuando nadie mira y a sabiendas de que nadie
preguntará.
Podemos
estar satisfechos, cuando hay indicios de que somos un pueblo
confundido, cuando hay evidentes signos de degradación moral en este
país, de haber convenido entre millones que Santiago Maldonado no
iba a ser una mosca que alguien mató porque le molestaba. Hemos
convidado al mundo a que reclame, y la pregunta “dónde está
Santiago Maldonado” no se cierra con el hallazgo electoralmente
oportuno de su cuerpo, porque Sergio Maldonado nos expresó a
muchos mejor de lo que somos cuando se constituyó en guardián de su
hermano. Fue el guardián del cuerpo muerto del que presumía
entonces su hermano, porque no confía en nadie. Los millones que han
gritado la pregunta y que ahora rechazan los incesantes inventos
sobre la causa y los aviesos ataques a Sergio Maldonado, no
podemos creer que este odio se extienda con la campaña en redes para
boicotear su negocio familiar de tés especiados. Esa saña. Esa baba
de fascinación por el horror es inconcebible.
En
el bloque de países al que Macri nos acerca, como México o
Colombia, la vida de millones de personas vale tanto como la de una
mosca. Asesinan a líderes populares, a periodistas opositores, a
docentes, a sindicalistas. No los mandan a la luna ni a la cárcel:
los interceptan de noche y los acuchillan o los ametrallan, y dejan
sus cuerpos a la vista para que nadie se atreva.
Recién
hoy entendí que la mosca común de Marguerite Duras podemos ser
cualquiera de los comunes y corrientes, por un lado; y por el otro,
pese a esta reacción demente de racismo y de odio, que en la
Argentina todavía somos millones los que no estamos dispuestos a que
un ser humano sea transformado en mosca porque al poder se le antoje.
Esto no es electoral, nunca lo fue. El escándalo por una vida
interrumpida por fuerzas del Estado sale de un lugar anterior a la
política, así como el odio que se sigue esparciendo desde
arriba, incesante, también es anterior a la política. Lo que
llamamos cultura no es un compendio de costumbres ni una paleta de
colores. No es algo descriptivo sino encarnado. Y una vez más,
nuestra más fuerte fricción pasa por la cultura de la muerte
intentando perforar y diluir la cultura de la vida, y la cultura de
la vida resistiendo con sus uñas y dientes.
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