New
York Times - 6 de septiembre de 2017
En
la Argentina un hombre no aparece. No sabíamos nada de él; ahora
sabemos que lo llaman Juan o el Brujo, que nació en un pueblo de la
provincia de Buenos Aires en 1989, que hace unos meses se mudó a la
Patagonia, que últimamente trabajó de tatuador en Chiloé pero que
lo que realmente le gusta es internarse en la naturaleza; que es
capaz de sobrevivir en el bosque comiendo hongos y frutos, que es
amable y buen conversador, pelilargo, tranquilo, que toca la batería
y desdeña a los burgueses, que trata de vivir de otra manera. No lo
sabíamos, por supuesto, y ahora sí: es curioso cómo, de pronto,
una vida que pasaba tan inadvertida como casi todas se vuelve
relevante. La vida de Santiago Maldonado, ahora, es decisiva...
El 1 de agosto pasado, en la provincia sureña de Chubut, Santiago
Maldonado se sumó a un corte de rutas organizado por una comunidad
mapuche que reclama tierras de uno de los mayores latifundistas del
país: la corporación italiana Benetton. La Gendarmería —un
cuerpo armado que debería cuidar las fronteras y territorios
fronterizos— reprimió el corte; esa tarde, Santiago Maldonado
desapareció. Sus amigos y sus parientes lo denunciaron enseguida; un
mes después, nada se sabe. Y nadie parece plantearse la pregunta
decisiva en cualquier crimen: ¿para qué? Cualquier novela policial
lo enseña: para encontrar un culpable hay que encontrar un móvil.
Es muy difícil descubrir a quién podría beneficiar la
“desaparición” de Santiago Maldonado... La opción más
lógica es que Maldonado haya sido víctima de la violencia represiva
de unos gendarmes. Pero no tiene sentido que ese destacamento
haya recibido de su gobierno la orden de asesinar: “Señores, vayan
y maten a alguien para imponer el orden” —y menos aún cuando ese
gobierno ha hecho todo lo posible para que su oposición no pueda
reprocharle ningún muerto—. En la Argentina, desde 1983, los
gobiernos que matan suelen pagarlo caro.
Es
mucho más pensable que unos gendarmes se excedieran en el uso de la
fuerza y que después no hayan encontrado mejor solución que ocultar
la prueba de su delito, de su estupidez. Y que lo sigan negando
por camaradería o como quiera que eso se llame. Si es así, son el
producto de años de gobiernos incapaces que no consiguieron
civilizar lo suficiente a sus fuerzas represivas.
Pero
todo son hipótesis: nadie consigue saber qué fue de Maldonado. La
búsqueda, dicen los voceros oficiales, es intensa. Su fracaso solo
acepta dos explicaciones: o bien el Estado argentino es tan
fallido que no es capaz de descubrir, tras un mes de supuestas
investigaciones, qué fue de un ciudadano, o simplemente no quiere
hacerlo. Ninguna de las dos favorece al gobierno...
En cualquier caso, el tema fue volviéndose central... El viernes
pasado cientos de miles de personas reclamaron la aparición de
Maldonado en la Plaza de Mayo porteña... La desaparición de
miles de personas entre 1976 y 1982 fue el resultado de una política
de Estado, conducida por dictadores que habían eliminado toda
garantía porque vieron en la actividad de unos cuantos militantes
—armados y desarmados— su oportunidad para matar a los activistas
sociales, sindicales y políticos que podrían haber dificultado su
proyecto de cambiar la estructura social y económica de la
Argentina: acabar con la industria —y, por lo tanto, con los
obreros industriales— y devolver el país a su condición de
granero exportador. Lo lograron: el resultado es esta Argentina
fracasada.
Los
desaparecidos fueron las víctimas directas de esa política... el
gobierno, como es usual, no supo reaccionar. Debería haber actuado
con energía desde el principio: ordenar una investigación a fondo
en la Gendarmería, apartar a los responsables del operativo, recibir
a los familiares, hacer declaraciones sin dobleces, interesarse —en
el sentido más fuerte— por el hecho intolerable de que un
argentino puede haber sido víctima de la violencia del Estado.
En
cambio, el presidente Macri se calló la boca y su ministra de
Seguridad, Patricia Bullrich, salió a decir que los militares de los
setenta “no eran tan demonios”: se refería a más de setecientos
oficiales condenados por delitos de lesa humanidad.
Mientras,
Santiago Maldonado no aparece. Es terrible, pero no habría tenido
este peso político si el gobierno de Macri hubiera sabido
enfrentarlo a tiempo: apropiarse del tema, manejarlo. No dar la
sensación de que se ocupa porque los ciudadanos lo presionan.
No
es razonable pensar que el gobierno dio la orden de matar a
Maldonado. Pero parece que, además de no interesarse por
cuestiones de derechos humanos, tampoco termina de entender que una
parte importante de sus ciudadanos sí se levanta contra cualquier
violación de esos derechos. Así, el gobierno le deja esa
bandera a los que sí se interesan... Parece otro error de Mauricio
Macri y los suyos; quizá sea una decisión. Quizá prefieren
actuar para esa otra parte importante de sus ciudadanos que no quiere
oír hablar nunca más de todo aquello. Son millones:
probablemente tantos como los que, cuando los militares mataban,
miraban para otro lado o aplaudían. Si es una elección, parece
torpe, y no ha dejado de traerles problemas desde que quisieron
cambiar el feriado del 24 de marzo —que recuerda los crímenes
militares— o intentaron justificar la reducción de penas a los
condenados por esos delitos.
En
la Argentina un hombre no aparece y esa desaparición se convierte en
una crisis política. Es saludable
que así sea, pero el gobierno, su principal damnificado,
habría podido evitarla: les habría resultado casi fácil armar
desde el principio una comisión para su búsqueda con personas
idóneas de todos los sectores, reunir voluntades contra la violencia
de una desaparición, y convencernos de que esa violencia es un
problema nacional y que incluso les importa. No lo hicieron; si
no saben o no quieren es una duda que, a esta altura, por repetida,
resulta casi intrascendente.
Martín
Caparrós es periodista y novelista argentino. Sus libros más
recientes son "El hambre" y "Echeverría". Vive
en España y es colaborador regular de The New York Times en Español.
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